Cuantas personas, en un mundo frenético, en donde el caos no genera orden, sino más bien, todo lo contrario, nacen y, expuestas a toda una serie de mandamientos, dejan de ser ellas para, cumplir con ciertos cánones pre-establecidos.

Y no solo se trata de un “estar a la altura”, no…

También entra en juego la lucha por ser el mejor, por quedar por encima de, por ganar más que…

Y entre tantos dictados de conciencia, uno se va perdiendo…

La esencia de ser uno mismo, de escuchar más la voz interior (pero no la que machaca, si no que, más bien, la que da luz). El poder ser sencillo, humilde, amable…

El otro día leí que, hoy en día, tiene más mérito ser amable que ser inteligente, puesto que, la inteligencia (entendida solamente desde el prisma intelectual y conceptual) es innata, mientras que la amabilidad es aprendida.

Uno aprende a ser amable, a alegrarse por los triunfos del otro, por dejar de lado el tan famoso “yo también”; “pues yo”; “resulta que a mí”, etc.

Recuerda, cuando alguien te esté contando algo (importante para la persona en cuestión), escucha de verdad, sin que llegue a salir a flote ese mecanismo de supervivencia emocional, esa necesidad de sentirse fuerte, válido y a ser posible, a quedar por encima del otro.

Hacer un mundo en el que se escuche para atender y aprender, más que para responder, sería lo idílico.

Ser educados desde la esencia del crecimiento y desarrollo personal, desde la toma de conciencia de que todos somos lo mismo: seres humanos, con fortalezas y debilidades; con virtudes y defectos, y que, entendiendo que la vida son dos días…

Celebremos el arte de vivir, diciéndole adiós a esa segunda piel, de nombre monosilábico, y apellido anti-heroico.

GRITEMOS, DESDE EL NO-ODIO: “ADIÓS, EGO”