“Lo que no se dice no se muere, más bien, nos mata”
Muchas veces, da la sensación de que vamos por el mundo con un total conocimiento sobre qué son las emociones. Sí, incluso hacemos apología de la estupenda/maravillosa/genial iniciativa de los colegios en tomar parte acerca de la Educación Emocional. Vale, puede que estemos muy instruidos en ello, que la teoría nos la sepamos a rajatabla, y que, nuestros hijos, sepan y puedan asociar cierta expresividad facial con una emoción en concreto. Pero, entre tanta teoría… ¿Dónde queda el abordaje de la gestión de las mismas?
Que seamos muy inteligentes en cuanto a conceptos teóricos es una realidad muy probable, pero…¿Qué hacer con su abordaje?
¿Sabemos cómo responder cuando somos invadidos por una intensa furia?
¿Sabemos qué hacer con el nudo en la garganta provocado por las sensaciones “desagradables” generadas a partir de un malentendido?
¿Y qué decir de la envidia?
El abordaje emocional no es algo tan simple como podría ser situar la ciudad del Congo con un puntero en el mapa Mundi.
Es saber qué hacer con las emociones.
Es algo mucho más arduo.
- Es mirar hacia adentro.
- Conectar con la emoción que se siente
- Parar 5 segundos y pensar qué viene a enseñarnos
- Conectar con nuestra parte más vulnerable, la que, probablemente, con ese “yo del pasado” que se sintió así tiempo (mucho tiempo) atrás
- Responder de manera habilidosa ante dicha sensación
- Reconocer que es propia, generada por el propio filtro o modo de ver la vida
Y después de todo ello, simplemente, recordar y reflexionar acerca de la siguiente frase:
“La estabilidad emocional es algo similar al mar, puesto que éste pasa por momentos de mareas, tempestades y como no, de suaves oleajes. Puede estar tranquilo, sereno.
Siempre, post tempestad, las mareas se restablecen logrando un precioso y rítmico vaivén de las olas”.
Que fluyan pues, las emociones, aquellas tan bravas como tranquilas.
Cuando estés roto, y tengas la presión de sonreír… Recuerda, eres libre para elegir NO HACERLO.