(LA MUERTE)

De escribir se trata, de relatar y narrar aquello que sucede tanto dentro como fuera de uno mismo.

Lo que sucede fuera: guerras, injusticias, enfermedades, pandemias…

Lo que sucede dentro: miedos, emociones dispares, sentimientos (legítimos) que intentamos invalidar…

Si quiero destacar hoy algo de lo dicho, me voy a centrar en un aspecto que sucede dentro de uno mismo. Algo que comúnmente llamamos emoción y que etiquetamos con el nombre de miedo, acompañado de un apellido llamado MORIR.

Bien: miedo a morir, o, dicho de otro modo, miedo a la muerte.

Un miedo (no muy absurdo, a decir verdad) que limita, que no nos permite disfrutar del ahora con plena consciencia, que nos sumerge en una serie de catastróficas realidades no acontecidas.

El miedo a la muerte como uno de los mayores retos que una sociedad (enferma) debería comenzar a comprender.

Considero correcto que, llegado este punto, matice el término “sociedad enferma” al cual hago referencia en el párrafo anterior. Bien, sociedad enferma no con ánimo de enjuiciar, si no que, como persona que ve, oye y calla o, quizá otras veces, oye, ve y habla, traduzco que vivimos sumidos en una serie de emociones desagradables que nos enferman por dentro (a nivel mental) claro está.

Porque el miedo a lo desconocido está arraigado en una cultura de tenerlo todo bajo control.

Porque la muerte es incertidumbre.

Desazón.

Vacío.

La nada.

El fin.

Sin entender que, más allá del no saber, la muerte supone una transformación.

Un cambio.

Una transmutación.

Una etapa que finaliza y otra que inicia.

Todo muere, nada es eterno.

Los diecisiete años acaban, suponiendo un fin de etapa, muriendo un día y naciendo otro, con una nueva edad, los dieciocho, y una serie de cambios venideros.

Nada permanece, todo se transforma.

Los sentimientos.

Las etapas vitales.

Los ciclos circadianos.

Y a esto, parece ser, no le colocamos el matiz fatídico de incerteza agónica.

Sin más dilación:

“Cuando la oruga creyó que iba a morir, se convirtió en mariposa”