Soledad como parte del gran escenario que supone muchas veces la vida.

Sentir soledad en algún momento vital: en la infancia, adolescencia, adultez y senectud.

En todas y cada una de las etapas se vive en función de cómo interpretemos esa soledad, es decir (me explico), si uno vive la soledad como un encuentro consigo mismo, seguramente saldrá reconfortado de esa sensación. No obstante, sentir soledad y experimentarla como un vacío, como una sensación agónica ligada a no formar parte de un todo, sentir exclusión emocional, sentir aislamiento… muy probablemente, desencadenará en consecuencias muy ligadas a comportamientos o actitudes similares a la depresión.

“Todo depende de cómo se mire”.

Sí, esta frase puede sonar utópica si la concebimos (e interpretamos) de forma que las situaciones no son las que vienen a destrozarnos el alma, si no que, es la interpretación (y filtro) que hacemos de ellas mismas las que nos rompen por dentro.

Que estar con uno mismo largo y tendido puede ser atronador si no existe un mínimo componente social, una persona, varias personas a las que acudir en momentos de necesidad, o, mejor dicho, de elección.

Pero, estar con varias personas y sentir un vacío existencial, una sensación de no formar parte de algo, no sentir esa identidad de grupo, esa unidad, esa cohesión… puede llegar a provocar tal quiebro emocional que, muchas veces, resulta menos doloroso sentir la simple presencia de uno mismo.

Por tal, el niño que no tiene con quién jugar en el patio, el adolescente que no siente arraigo por un grupo de referencia, que no tiene con quién salir…; el adulto que ha roto lazos emocionales con su pareja de toda la “vida”, que siente no encajar en ninguna parte…; el mayor que siente miedo a morir solo sin que nadie se entere…

Todas y cada una de estas posibles personas, experimentan y manifiestan un dolor que, siendo diferentes causas, el origen es común…

El vacío,

El nudo de garganta,

El llanto quebrado